36º Sirenita

Llevaba desempeñando el cargo de jefe de enfermeras en un importante hospital, mi edad rondaba por los sesenta años. Un médico joven cada vez que nos encontrábamos se dirigía a mí con frases que a mí me parecían poco respetuosas.

-Buenos días sirenita, adiós sirenita, hola sirenita, etc. y la palabra sirenita siempre iba y venia.

Dejé de saludarlo, pero seguía con su cantinela, las enfermeras comenzaron a reírse por lo bajo, ya que sin recato alguno se dirigía a mí de esa forma estuviese quien estuviese. Sirenita comenzaba a convertirse en un alias, creí que eso menoscababa mi autoridad, sintiéndome ofendida le dije que se abstuviese de llamarme de esa manera y le rogaba que se dirigiese a mí únicamente para temas profesionales y con el debido respeto.

Me quedé como un témpano cuando me respondió –veré lo que puedo hacer sirenita, y siguió caminando por el pasillo como si nada le hubiese dicho.

Estaba enojada, dispuesta a poner el caso en manos de la dirección y poner denuncia judicial si persistía en su actitud.

Quien se creía ese mozalbete recién incorporado en la sanidad, acaso le había dado yo motivos para tal exceso de confianza.

Su actitud no varió, decidí hablar con el director del hospital antes de pasar a realizar quejas administrativas formales. Me dolía lo que iba a hacer, como profesional a pesar de su juventud era excelente, su preocupación y entrega a los pacientes era inmejorable. Me informé de él por las enfermeras a mi cargo, casi podría decir que lo espiaba, recibía informes  diarios de su persona.

En pocos meses sus colegas por envidias unos, falta de conocimientos otros y pereza los más, le dejaban campo abierto pasándole trabajo que a ellos les tocaba realizar. Pocas veces era puntual por las mañanas, pero su hora de salida nunca era la acordada, con frecuencia comía en las habitaciones de los enfermos, la comida que estos habían rechazado. Se sentaba en sus camas, les daba un rápido masaje en las piernas, les contaba algún chiste o les hacía cualquier monada.

Realizaba las visitas acompañado por una enfermera y una auxiliar. Siempre hacía dos visitas, la oficial y la última antes de marcharse como para despedirse, esta visita la realizaba sólo, a veces con alguna enfermera.

Los pacientes lo adoraban, las enfermeras estaban todas sin excepción cautivadas por él, las auxiliares lo veían como un protagonista de película, el personal masculino lo admiraba. En fin, a los seis meses el servicio donde el estaba destinado, funcionaba como para ser ejemplo del manual médico más avanzado.

Por mi parte, reconocía todo esto y me maravillaba y la verdad es que yo tampoco me libraba de pertenecer al secreto grupo de sus admiradoras.

Todos los médicos, sin excepción, llevaban en el bolsillo delantero de su bata doscientos bolígrafos y trescientos rotuladores, ladeándoseles la bata por el peso de tanta tinta inútil, me recordaban a los tratantes de ganado y a algunos campesinos que veía de niña cuando estaban en las antiguas ferias y mercados quincenales, ellos al igual que los médicos traían el bolsillo delantero de sus americanas cargado de bolígrafos. 

Le había preguntado a mi padre el por qué de transportar tantos bolígrafos y me respondió que era para demostrar que sabían escribir y que no los iban a engañar fácilmente, añadiendo, la mitad de ellos tienen la tinta seca y la mitad de los que los llevan no saben escribir.

El llevaba un solo bolígrafo en su bata, un bolígrafo publicitario de plástico de un antiguo medicamento.

Una vez perdió su bolígrafo, en compañía de dos auxiliares, casi deshicieron las camas de la planta, revisando personalmente los baños e incluso las papeleras, finalmente lo encontró debajo de su ordenador.

Fue sonado el revuelo que armó, por mi parte me alegré tomándolo como una pequeña venganza.

Como su actitud no variaba, realice mi queja al director, además conocido mío. De nada sirvió, así que una mañana nos reunimos en su despacho, el gerente, el director, el jefe de personal, el joven médico y yo.

La reunión trataba de solucionar el problema internamente, por aquello de que las cosas de casa se solucionan en la casa misma.

Yo tenía una cara de perro rottweiler que debía dar miedo, solamente me faltaba gruñir.

Después de oír mis acusaciones, manteniendo con esfuerzo la compostura, después de oír las palabras conciliadoras del gerente, del jefe de personal y del director, sonriendo, el joven médico contó que de niño, sobre la edad de 9 años, había sido hospitalizado por una caída en el patio del colegio debido al empujón de otro niño. Una enfermera joven, atractiva y muy simpática le había contado que una vez, una niña le gustaba tanto nadar, que pasaba todo el día metida en el agua, no había niño que le ganase en competición alguna. 

Cierto día comenzaron a dolerle los pies, el dolor se fue extendiendo a las piernas, por la noche el dolor se incrementó y al amanecer los pies y las piernas se le habían convertido en una hermosa cola de sirena. Sus padres la introdujeron en la bañera llena de agua, donde la niña sirenita chapoteaba con felicidad y con su aleta salpicaba todo el baño.

La noticia corrió por todo el pueblo y como eran muy brutos andaban todos con tenedores en los bolsillos para comérsela, pues creían que en lugar de una hermosa sirenita, era una hermosa merluza.

Así estaban las cosas, muy complicadas por cierto, porque había que hacer vigilancia en la casa ya que se temía que viniese el propietario de algún restaurante y la introdujese en una cacerola para prepararla de las mil maneras que los cocineros saben. Pero todo se resolvió bien, a los pocos días la niña comenzó a sentir dolor en su cola y en su aleta de sirenita, volviendo a tener en su lugar los pies y las piernas.

Aprendiendo la lección de que no podía permanecer tanto tiempo en el agua y que debía por lo menos pasar la mitad del tiempo caminado.

La enfermera que esto me contó me regaló este bolígrafo, bolígrafo que he guardado todos estos años, prometiendo utilizarlo cuando ejerciese de médico. La idea de estudiar medicina se incorporó a mi desde ese día, no fui alumno brillante, pero si he sido un estudiante excelente, estudiaba lo que mis compañeros no estudiaban y mis conocimientos eran muy superiores a los de ellos, los profesores a pesar de ser estúpidamente engreídos, me han tenido siempre en gran estima.

Extendió su brazo hacía mi, ofreciéndome el bolígrafo, has sido tú quien me lo has regalado, dijo.

En mi paso por el servicio de pediatría, tenía yo la costumbre de contar historias a los niños y de regalarles objetos de publicidad que nos dejaban los visitadores médicos.

Un silencio de representación teatral se poso en aquel despacho, no éramos capaces de articular palabra alguna. Yo me sentía ridícula, estúpida y enfadada conmigo misma.

Me levanté, deposité el bolígrafo en el bolsillo de su bata, golpeé con los dedos de mi mano, a decir verdad, con bastante fuerza la parte posterior de su cabeza y me dirigí a la puerta.

Oí su voz, ¿te vas sirenita?.

Sí, doctor, tengo trabajo que realizar.

Caminaba por el pasillo, las lágrimas se deslizaban por mis mejillas hasta la comisura de los labios, nunca tan agradables me supieron unas lágrimas.

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