23º Infidelidades.

Era por la tarde, me encontraba con la cabeza embotada, signo que presagiaba en mí una futura afección de garganta o de bronquios.

Además de intentar ponerle remedio, me dirigí al exterior del edificio y dar unos cortos paseos todo a lo largo de él.

El aire fresco sobre el rostro, limpiaba mi mente como de telarañas en mi cabeza depositadas. El ambiente hospitalario puede llegar a crear un sopor cronificante que se incorpora cotidianamente a nuestro cuerpo de manera insensible, considerando después este estado como habitual.

Visto desde abajo, el edificio tenía una estética horrible, casi diría que de mal gusto, añadiendo además, que el arquitecto que intervino en su diseño debía tener un gran terror a la enfermedad, de ahí este horroroso edificio.

En una de las ventanas del tercer piso, que coincidía con la planta de recién nacidos, había una mujer. No sé porqué, pero un pequeño escalofrío recorrió mi espalda.

Seguí paseando arriba y abajo por la pequeña acera, dejando vagar la mente sin ningún pensamiento fijo, a veces la suelto como se suelta a un animal doméstico cuando se saca de la casa permitiéndole corretear a sus anchas.

Dejaba de esta forma corretear a mis pensamientos, pero no me permitía desde hace años, ensoñación alguna.

La ensoñación es lago nocivo que abotargando la mente en profundidad la embrutece y una mente embrutecida es propensa a envilecerse fácilmente.

Mis ojos se fijan de nuevo en la fachada del edificio y veo a la mujer que intenta subirse a la ventana. No comprendo en un primer instante que pretende hacer, por la ropa con que va vestida, se que es una madre con un parto reciente. Adivino sus intenciones y con la rapidez de que soy capaz, echo a correr hacia la puerta del edificio, a mi paso por la puerta casi tiro al celador al suelo, al que sin pararme grito que me siga.

En lugar de coger el ascensor, me dirijo hacia escalera subiendo los peldaños de dos en dos, a la entrada de la planta de un tropezón y cogida por sorpresa una auxiliar da con su trasero en el suelo insultándome con todo lo que se le ocurre, a penas se levanta, vuelve a caer de nuevo, esta vez es el celador el causante, que desconociendo las prisas se para a levantarla, yo abro la puerta de una habitación, abro otra, a la tercera puerta, veo a la mujer sentada en el borde de la ventana y dispuesta a saltar al vacío. Me abalanzo sobre ella, rodeo con un brazo su cuello y allí nos caemos las dos espatarradas sobre el piso de la habitación.

El celador y la auxiliar atropellada entraron poco después. Todo se solucionó al menos en principio.

La mujer había dado a luz a un niño, un niño que había traído a este mundo sin haberle pedido permiso, que tonta soy, quien le ha pedido permiso alguna vez a una criatura para venir a este mundo.

Parece ser según me dijo cuando se asinceró conmigo, que el niño no era de su marido, si no de una relación ocasional que había mantenido con un medio novio de juventud. No soportaba la idea de haber engañado a su marido y de seguir engañándolo de esta forma convirtiéndolo en un padre que no era.

Al oír esto último, no pude menos que reírme a carcajadas. No lo pude reprimir.

-¿Porque te ríes de esa manera de mi? Preguntó extrañada.

-Ingenua, encantadoramente ingenua. Le dije, de cada cien niños que veas por la calle, sesenta por no decirte más, su padre biológico no corresponde con el de sus apellidos.

-¿Qué dices?.

-Lo que oyes, esto lo sabemos en el hospital, hemos elaborado estadísticas fiables. Seguí riéndome hasta que ella misma, comenzó a reírse y a llorar alternativamente. De vez en cuando cogiéndome la mano decía, sesenta de cada cien, y volvíamos a reinos como poseídas.

-Si te gusta tu marido, si estás bien a su lado no le digas nada, como nada les dicen a los suyos sesenta de cada cien mujeres católicamente casadas. Pero vas a prometerme que a este retoño lo querrás más que a tu vida y digo más porque si digo igual ya veo que no la tienes en mucho aprecio y valor.

Con esta última frase, las dos reímos un buen rato.

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