10º La sociedad secreta.

Cada vez que oigo el nombre de Guillermo, me viene a la memoria irremediablemente una simpática broma que le gastamos a un auxiliar que se llamaba Guillermo.

Este auxiliar de enfermero, era un bien parecido chico de gimnasio, presumido y presuntuoso, se quería más a así mismo y a su figura que a las chicas.

Presumía que no había chica que se le resistiese y se vanagloriaba de sus conquistas femeninas, se hacía cargante, no sabía hablar de otra cosa.

Una de sus compañeras y yo, ambas jóvenes también y dadas como es la juventud a gastar bromas, decidimos hacerle una de la que pudiésemos reírnos a placer.

Una noche ella y Guillermo tuvieron que trasladar un fallecido al depósito de cadáveres del hospital, me añadí voluntariamente a acompañarlos.

El traslado de una persona muerta por los pasillos y en el ascensor, se hace con gran solemnidad, no se habla, un nudo en la garganta nos lo impide y si se hace, es conversación trivial, forzada y nerviosa, ocultándonos la extraña sensación del lugar en el que nosotros mismos acabaremos.

En este caso no articulamos palabra alguna.

En el depósito había otro cadáver, que aún no habían ido a recoger, llevaba allí mas de un día esperando, con su vientre hinchado por los gases de la fermentación del intestino y estómago.

Colocamos los dos cadáveres cerca. Yo acto seguido extraje de una bolsa dos estacas de madera, afiladas en una de sus puntas y un martillo, coloqué todo ese instrumental ordenadamente con mucha teatralidad sobre el cadáver que acabábamos de transportar.

Guillermo algo alejado de nosotras observaba mis movimientos con sorpresa, sin alcanzar a comprender nada de lo que hacía.

-Realiza la primera comprobación, dije secamente, con la voz mas grave que fui capaz de poner a mi compañera.

Esta presionó con su mano el vientre hinchado del cadáver, de repente se incorporó su parte superior exhalando un tremendo erupto, para volver a caer pesadamente a su posición horizontal.

-Realiza la segunda comprobación, volví a decir.

Ella levantó sus labios, observó sus dientes.

-Sí, han crecido los colmillos tres veces su longitud, no hay duda, es un vampiro.

Me giré para ver a Guillermo, el color de su rostro en nada se diferenciaba de la cadavérica palidez de sus colegas inertes. Su cuerpo estaba rígido, anclado al suelo, los ojos se le habían agrandado de tal forma, que su apariencia nos estremeció y fuimos nosotros quien sentimos miedo ante su aspecto.

Mi compañera me dijo –seré yo quien le hunda la estaca en el pecho, agregando –puedes irte Guillermo, pertenecemos a la sociedad secreta internacional antivampiros, de lo que has visto y oído discreción total y absoluta, el menor de los comentarios sobre el asunto y nada podríamos hacer para evitar que acabases en esta morgue.

Guillermo no se movía, era incapaz de caminar, de hablar, de mover un solo músculo de su cuerpo.

Lo cogí de un brazo y tuve que arrastrarlo materialmente, no podía caminar, ya en el pasillo le di unas palmadas en la espalda y volví a entrar, cerrando la puerta.

Cada vez que Guillermo nos veía se arrimaba a la pared, no volvió a presumir de sus conquistas, dos meses más tarde había pedido el traslado a otro hospital.

El ser joven tiene la ventaja del atrevimiento en locuras semejantes, de mal gusto y exageradas, puede ser, pero fue tan divertida, tan divertida.

Añoro los veinte años por lo atrevidamente irresponsable que fuí.

Las escenas de los films de terror en que se le clava en el pecho la estaca al vampiro, esta basada en la novela de Bram Stoker, sacada de la historia real de Rumania. Vlak Draculae, conocido como el Conde Draculae, vivió en el siglo XV, militarmente frenó las tropas turcas, salvando a Europa de su invasión.

Social y políticamente era inflexible, a un embajar turco, en visita diplomática, al no quitarse el sombrero en su presencia hizo que se lo clavasen a su cabeza, ya que tanto le gustaba llevarlo puesto.

Los turcos le llamaban Vlak el empalador, por la costumbre que tenía de empalar vivos a los prisioneros que cogía.

A los reos de muerte los mandaba enterrar vivos y para que durasen mas tiempo en su agonía les ponía una caña hueca en la boca, facilitándole la respiración. Días más tarde el verdugo clavaba una gran estaca afilada a la altura de su pecho para cerciorarse de su muerte. De ahí viene la leyenda de la estaca afilada hundida en el pecho de los muertos vivientes o vampiros.

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